Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metiose a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.
Ella y un hombre moreno de
aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces
se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la
puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de
su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que
tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo
bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que
nos calentábamos.
De manera que, continuando la
posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo
brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi
padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos
y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo,
decía:
-¡Madre, coco!
Respondió él riendo:
-¡Hideputa!
Yo, aunque bien mochacho, noté
aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el
mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
*Fragmento del Tratado I de "El Lazarillo de Tormes.
¡Brillante!
ResponderEliminarGracias Jesús
Un manual de vida para leer y releer.
ResponderEliminarGracias Arte por tu comentario.