Fue, como todos alguna vez, un niño de cinco años. Dice la gran mayoría que cinco son pocos para recordar. Había perdido la memoria reciente. No recordaba lo que cenó ayer. Sin embargo, era capaz de rememorar con todo tipo de detalles cada rincón de su infancia.
Aquellas vacaciones fueron inolvidables...
Año tras año, cuando veranear era cargar el coche de niños y bártulos para pasar el domingo, él los pasaba rodeado de alemanes. Mientras toda una generación se alienaba con “los payasos de la tele”, y aun se lloraba la reciente muerte del caudillo, aquel hotel de los veranos le abría sus puertas, como caja de Pandora, para mostrarle todo aquello de lo que habían sido apartados. No sería hasta la edad adulta, bastantes años más tarde, que tomaría conciencia de que entrar por primera vez por la puerta de ese vestíbulo le marcaría el objetivo a seguir en la vida; alcanzar ese estatus a costa de despojarse del provincianismo que le unía a su cultura. Jamás lo conseguiría...
Sus gustos y ambiciones futuras estaban allí. Una torre de Babel configurada a la medida de una mente por hacer, moldeable y fácilmente influenciable. Actividades a las que estaba poco acostumbrado o desconocía. Palabras que escondían una manera de hacer. Proyecciones en la última planta imposibles de ver fuera de aquel oasis. Las fiesta en la sala de fiestas con esos vestidos y esas camisas de colores y conjuntados imposibles. Señoritas en top-less. Dunas y pinos, la luz de Doñana...
Ni el chasquido de la llave en la cerradura anunciado la hora de la medicación lo despierta de su letargo. Asomado a la ventana de su habitación a través de sus cristales, rememora un pasado que no volverá. Cuando lo único que se tiene claro es que después de la lluvia luce el sol, y que tras la tempestad llega la calma, solo queda esperar. Y es allí donde encuentra la paz. Allí donde pocos pueden y quieren llegar. Allí en...
... algún lugar sobre el arcoiris.
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