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lunes, 29 de abril de 2019

En aquella casa... 4º parte.



En aquella casa ocurrían cosas extrañas. Cosas que, por insólitas que parezcan, se habían normalizado de tal manera que trascendía lo extraordinario.
  Es de todos sabido que, en toda familia existe un denominador común en cuanto a comportamiento se refiere. Esto es lo que llegó a afirmar con rotundidad el médico forense justo antes de atravesar el porche que separaba el exterior del interior de la morada. La advertencia de uno de los agentes, un guardia civil que acudió en primera instancia al lugar, no fue tomada en atención por el facultativo. Fue al abrir la puerta y contemplar la escena, cuando tuvo que tragarse sus palabras y reflexionar acerca de la necesidad de tomar en consideración las observaciones de las personas que trabajan en primera linea. Aquella imagen pertenecía al submundo de lo inusual.
  En una primera visual de ciento ochenta grados, pudo contemplar atónito como un mar de escombros, de desechos corporales, restos y sobras taponando la puerta que daba acceso a una de las estancias, hacían imposible el desempeño de su labor. Mas tarde supo, que la familia al completo se había trasladado a la planta baja ya que en la superior no cabía de tanta inmundicia acumulada.
  Gracias a sus enormes ventanales, desde la posición que ocupaba el sanitario, pudo contemplar como se perfilaba un grupo de siluetas. Colocándose las gafas de ver que le colgaban del cuello, atinó a reconocer la figura de cuatro personas. Tres de ellas parecía estar arrodilladas, a cada lado de una cuarta que permanecía de espaldas. Esta última, de menor altura y mayor volumen, exhalaba humo de su boca en lo que parecían ser bocanadas a un cigarrillo. El tiempo que tardó el facultativo en llamar la atención con su voz socarrada, fue el que los allí presente tardaron, como alma que lleva el diablo, en ausentarse. Desaparecieron del encuadre, perdiéndose en busca de los recovecos de la habitación. 
  En la estampida hubo de todo; golpes, rotos, tropezones, pero lo que más le llamó la atención fue el restallar de la atmósfera que dejaron a su paso. Un escalofrío le recorrió el espinazo como nunca lo había hecho antes. Retirando de un puntapié una rata que cruzaba justo delante suya en el momento de avanzar observó que, se habían asegurado con una estrecha senda, una salida que les conducía al exterior. De esta manera concluyó, que no siempre permanecían hacinados en su guarida. Algo o alguien les hacía salir de manera voluntaria o bien obligada. 
  Javier era el menor de tres hermanos. Un desorden en su identidad con respecto de su sexualidad, le hacía concebir su cuerpo enfrentado a una dualidad. Era más que evidente que era varón, a pesar de que estaba convencido de que lo suyo era vagina, y de que lo que le pendía de sus axilas era mama y no pezón.
  Para nada era cuidadoso con su cuerpo. No hacía ni tan siquiera el intento de borrar rastro alguno de su virilidad. Y la que evidenciaba, la portaba grotesca y descuidada. Tan solo algo de sobrepeso, junto con una fisonomía rolliza que le confería el aspecto de un eunuco, le otorgaba una feminidad extravagante e intemporal. O tal vez es que, ya todo aquel conocido que estaba familiarizado con sus poses y aseveraciones, lo consideraban mujer.
  Bien diferente era Fernando. Una orangután de metro ochenta y cinco, de grandes manos y piel curtida. Por cabeza tenía un enorme melón. Y no solo por el tamaño, siempre vestía con gorra que trababa en la coronilla para evitar perderla, si no también por su enorme tozudez. Del bolsillo trasero de su pantalón, invariablemente, día y noche, colgaba un par de guantes de trabajo. 
  Era un holgazán. De su holgazanería daba cuenta una enorme tripa que le brotaba del diafragma y que le colgaba de la ingle hasta casi mitad del muslo. En una ocasión tuvo una novia que lo abandonó. Su falta con el deber cansó a la chica, privada esta de sofocar una exigua vida carnal. No le intimidaba que aquello fuera vox populi. Ni tan siquiera la picazón de ella, que no dejaba genero a dudas, le achantaba a la hora insinuarse a terceras. Parecía importarle muy poco lo que pensaran los demás. Pero no era así. 
  Y allí, en segundo lugar dinástico, sin soberanía alguna, sin pena ni gloria; Joaquina. Qué se puede decir de Joaquina. Pues nada. Tan solo recordar que; si te caes de un guindo, no necesariamente tienes que ser una guinda. 
  Juan Gutiérrez Arriaga, Guti, médico forense próximo a la jubilación, jamás contempló la posibilidad de que su vida profesional alcanzara su zenit próxima a su final.
  Siempre tuvo claro cual sería su vocación. Sus padres, humildes y trabajadores, se vanagloriaban de que a tan temprana edad, apenas cumplido los catorce, decidiera hacer de una profesión su vida.
  Tuvo claro que la medicina forense sería su actividad. Comprendió que irremediablemente la vida laboral estaba estrechamente ligada a la vida personal. Concluyó que pasamos la mayor parte del tiempo rodeado de nuestros compañeros de trabajo y sus quehaceres. Y de que no estaba dispuesto a sacrificar su energía en vano. Los primeros años de estudio plagados de malas experiencias, junto a la fascinación que le rendía Quincy, y una galopante atracción hacia lo escabroso, terminaron por forjar un carácter propenso a la depresión y a las adicciones.
  Rara vez en la familia de los Gutiérrez se dio esta circunstancia. Al contrario. En la heredabilidad de los Gutis, entre las cualidades dominantes se encontraba por encima de todo el orden y la disciplina. Esta falta de impronta consanguínea, tomaba como justificación la fascinación por la aventura, por devorar cada sorbo de vida a costa incluso de su propia existencia. El costé final de esta disoluta y efímera existencia, y de todos sus daños colaterales, tenía como ápice, la falta de estabilidad en sus relaciones afectivas. Era incapaz de amar.
  Toda la estirpe, exceptuando sus progenitores Federico y Lucinda, acabaron comprendiendo que su vida no solo la entendía él, si no que además, le pertenecía. Jamás consiguió reconciliarse con ellos. Tras el fallecimiento de estos vislumbró que, no había que intentar explicar algo que no se podía entender, a no ser que fueras Guti...

domingo, 21 de abril de 2019

En aquella casa... (3er parte)



Juan Gutierrez Arriaga, Guti, médico forense próximo a la jubilación, jamás contempló la posibilidad de que su vida profesional alcanzaría su zenit al termino de esta.
Siempre tuvo claro cual sería su vocación. Sus padres, humildes y trabajadores, se vanagloriaban de que a tan temprana edad, apenas cumplido los catorce, decidiera hacer de una profesión su vida.
  Tuvo claro que la medicina forense sería su actividad cuando, compredió que irremediablemente la vida laboral está estrechamente ligada a la vida personal en la medida en que pasamos la mayor parte del tiempo rodeado de nuestros compañeros de trabajo y sus quehaceres. Los primeros años de estudio, junto a la fascinación que le rendía Quincy, terminaron de forjar un carácter propenso a lo escabroso.
  Rara vez en la familia de los Gutiérrez se dio esta circunstancia. Al contrario. En la heredabilidad de los Gutis, entre las cualidades dominantes se encontraba por encima de todo la improvisación.     
  Esta impronta consanguínea, tomaba como justificación la fascinación por la aventura, por devorar cada sorbo de la vida a costa incluso de su propia existencia. El costé final de esta disoluta y efímera existencia, y de todos sus daños colaterales, tenía como ápice, la falta de estabilidad en sus relaciones emocionales. Toda la estirpe, exceptuando los portadores de la idea original que, hasta donde llegaba el recuerdo de Guti eran sus abuelos maternos Federico y Lucinda, acabaron comprendiendo que sus vidas no solo las entendian ellos, si no que además, les pertenecía. 
  Esta máxima no era entendida por todos. Prontamente comprendió que, no había que intentar explicar algo que no se podía entender. A no ser que fueras un Guti.

miércoles, 3 de abril de 2019

En aquella casa... (continuación)

  


  Javier era el menor de tres hermanos. Un desorden en su identidad al respecto de su sexualidad, le hacía concebir su cuerpo enfrentado a la dualidad. Era más que evidente que era varón, a pesar de que estaba convencido de que lo suyo era vagina, y de que lo que le pendía de sus axilas era mama y no pezón.
Para nada era cuidadoso con su cuerpo, no hacía ni tan siquiera el intento de borrar rastro alguno de su virilidad. Tan solo algo de sobrepeso, que le dotaba de una fisionomía rolliza, lo cubría en un áurea de feminidad. O tal vez es que, ya todo aquel conocido, estaba tan acostumbrado a sus aseveraciones al respecto que lo consideraban mujer.
  Bien diferente era Fernando. Una orangután de metro ochenta y cinco, de grandes manos y piel curtida. Por cabeza tenía un enorme melón. Y no solo por el tamaño, siempre vestía con gorra que trababa en la coronilla, si no también por su enorme tozudez. Del bolsillo trasero de su pantalón, invariablemente colgaba un par de guantes de trabajo. Era un holgazán. De su holgazanería daba cuenta una enorme tripa que le brotaba del diafragma y que le colgaba de la ingle hasta casi mitad del muslo. En una ocasión tuvo una novia que lo abandonó pues, no daba cuenta a la hora de ponerse manos a la obra. No le bastaba con que aquello fuera vox populi, ya que de ello se encargo el picazón de ella, que se jactaba de su poderío en sus insinuaciones a terceras.
  Y allí, en segundo lugar dinástico y sin soberanía alguna,     
Joaquina. Qué se puede decir de Joaquina. Pues nada. Tan solo recordar que; si por algún atavismo te caes de un guindo, tener claro que no eres una guinda.