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domingo, 21 de abril de 2019

En aquella casa... (3er parte)



Juan Gutierrez Arriaga, Guti, médico forense próximo a la jubilación, jamás contempló la posibilidad de que su vida profesional alcanzaría su zenit al termino de esta.
Siempre tuvo claro cual sería su vocación. Sus padres, humildes y trabajadores, se vanagloriaban de que a tan temprana edad, apenas cumplido los catorce, decidiera hacer de una profesión su vida.
  Tuvo claro que la medicina forense sería su actividad cuando, compredió que irremediablemente la vida laboral está estrechamente ligada a la vida personal en la medida en que pasamos la mayor parte del tiempo rodeado de nuestros compañeros de trabajo y sus quehaceres. Los primeros años de estudio, junto a la fascinación que le rendía Quincy, terminaron de forjar un carácter propenso a lo escabroso.
  Rara vez en la familia de los Gutiérrez se dio esta circunstancia. Al contrario. En la heredabilidad de los Gutis, entre las cualidades dominantes se encontraba por encima de todo la improvisación.     
  Esta impronta consanguínea, tomaba como justificación la fascinación por la aventura, por devorar cada sorbo de la vida a costa incluso de su propia existencia. El costé final de esta disoluta y efímera existencia, y de todos sus daños colaterales, tenía como ápice, la falta de estabilidad en sus relaciones emocionales. Toda la estirpe, exceptuando los portadores de la idea original que, hasta donde llegaba el recuerdo de Guti eran sus abuelos maternos Federico y Lucinda, acabaron comprendiendo que sus vidas no solo las entendian ellos, si no que además, les pertenecía. 
  Esta máxima no era entendida por todos. Prontamente comprendió que, no había que intentar explicar algo que no se podía entender. A no ser que fueras un Guti.

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