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domingo, 29 de junio de 2014

Mi cara oculta



Estábamos un poco cansados de tanta arena de playa y terrazas nocturnas de mojitos. Era algo así como cansarse del paraíso, pero no es menos cierto que me gusta cambiar. Cambiar por el puro placer de cambiar. Así que este año habíamos decidido -mi mujer y yo- visitar la Luna.

El primer problema fue encontrar el catálogo de viajes apropiado. Recorrimos cientos de agencias, foros, sectas... Incluso probamos en El Corte Inglés, y nada. No había paquete disponible para nuestro destino. Y eso a pesar de rebajar nuestras peticiones, al principio queríamos un todo incluido, con la pulserita, pero ya al final nos daba igual hasta una casa rural, o un simple camping. Búsqueda infructuosa.

Cuando ya se acercaba el final del verano lunar, leímos un anuncio en internet que solicitaba matrimonio serio para cortijo en la Luna, y por supuesto se exigían conocimientos de navegación espacial, cultivos hidropónicos, cocina japonesa, euskera y doma vaquera. Casualmente, de todo esto habíamos hecho unos cursos subvencionados por el instituto de empleo de Cádiz, y hasta teníamos diploma. Ni que decir tiene que el puesto fue para nosotros.

El viaje fue algo más largo de lo previsto. Anduvimos perdidos dos o tres semanas. Como le dije al piloto del cohete ruso, ¿para orientarse bien no habría sido mejor salir de noche y con luna llena?, pero no debió entenderme, porque se lo repetí en euskera y me sacó dos botellines de Cruzcampo al punto glacial que enfriaba en el tanque de nitrógeno líquido del cohete. Mi mujer se había comprado uno de los últimos libros de un tal Pérez, que para presumir de escritura iba ya por las dos mil páginas, y se quedó sin lectura a medio viaje. Una pandilla de monos que iban en misión experimental tuvimos que sacrificarlos para poder subsistir. Pero no se arañen los sesos, saben como la ternera. Y por supuesto sin cobertura todo el viaje. Ni mi nuevo móvil de Yoigo, ni el de mi mujer de Pepephone fueron capaces de transmitir un simple "guasa".

La llegada fue fría. Como muy gris. Sin saber por qué, me esperaba distinto el paisaje. El cortijo de esta familia se asentaba en un cráter. El típico cráter lunar. Y más allá había otro, y otro, y otro.

Los lunes eran el día grande, y aprovechábamos para hacer excursiones. Un combinado de cráteres, visita al museo de artes y costumbres populares, primer rastrillo interplanetario, y la visita a las impresionantes cataratas -ahora secas- de la diosa Venus, lo más destacado.

En el cortijo fue todo bien, las labores típicas, encalar las paredes, cuidar la granja, hacer vino de pitarra, un pequeño huerto, y, en teoría, atender a los señores cuando viniesen, pero no llegaron nunca mientras estuvimos allí. El deporte nacional era el salto de altura. Por aquello de la poca gravedad, el récord lunar alcanzaba los tres mil doscientos cincuenta metros, que era volar sin paracaídas. Habían tenido que poner una red a los cuatro mil metros, pues al principio era frecuente perder a varios atletas en cada competición ya que no caían.

Los seis meses de contrato se hicieron más largos de lo esperado, algo que achacamos a la falta de cobertura de nuestros flamantes "smartphones". La wifi del cortijo estaba capada y sólo nos permitía descargarnos el tiempo, y todos sabemos que en la Luna hace mucho que no llueve.

Volvimos con un moreno intenso, pero echamos de menos el mar. El próximo año me quedo en la playa. Desde aquí nuestra Luna nos parece mucho más bonita, y está donde debe estar, allá arriba, en el cielo.

Guerrero

1 comentario:

  1. No sabría por donde empezar... está lleno de matices que me harían estar tecleando todo el día. Su frescura y punto "glacial" de ironía, junto con la poética del final, me ha hecho volar a la par que reír. Una gran entrada para un gran viaje. Gracias Arte por este chute de chispa y originalidad...

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