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lunes, 2 de diciembre de 2019

Adela.


    

   Ya de cría le gusta transgredir las normas. A su extrema inteligencia había que añadirle un   también extremo carácter compulsivo. Todo en ella era extremo. Cuando se metía en algo lo hacía al doscientos por cien. Y cuando digo en algo, digo en todo. Tanto en lo constructivo como en lo destructivo. 
   Dada las circuntancias, el padre que era un perspicaz observador, decidió raudo tomar las riendas del destino de la chica opostando por ingresarla en un internado para niños y niñas con alta capacidad diagnosticada. Pensaba que de esa manera, entre iguales, encontraría su lugar en la vida. La misma noche de su ingreso saltó el muro que acotaba los terrenos donde se situaba la Residencia. Anduvo desaparecida cuantro días con sus cuatro noches. A la que hizo el quinto regresó a casa visiblemente conmocionada y hecha una zarrapastosa. Tardaron una semana para sacarle una palabra que terminaron por ser dos: os quiero. Aquel hecho acabó marcando para siempre el devenir de su existencia. A partir de aquel día, se convirtió en un ejemplo para todos. 
   Su  trayectoria académica en secundaria resultó fulgurante. Su florecimiento, pavoroso e intimidatorio. Pero todo fue llegar a sus estudios superiores y aquel misterioso acontecimiento del pasado eclosionó de manera que su nueva libertad consigió que se despertase su verdadero yo. Tuvo que trasladarse a la capital para poder cursar la carrera que ella deseaba. Vivir en una residencia de estudiante, y compartir tiempo y lugar con otras personas que nada tenían que ver con su familia y su entorno, cercenó el vinculo que unía su pasado con el ahora su presente. Adela comenzó a ser Adela. Y se sintió bien. Muy bien. ¿Qué que ocurrió aquellos cuatro días con sus cuatro noches?. Pues esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

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